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Y llega ese día en el que te sientes impedido, en el que sientes que tu habitual forma de expresarte queda bloqueada, que a pesar de quererlo, no puedes hacerlo. Es en ese día cuando traes a la consciencia lo fugaz que puede dejar de ser algo que siempre ha sido, ese algo que siempre ha estado ahí y siempre ha sido consagrado a darse por sentado, sin el más mínimo atisbo de cambiar de estado a no ser que… 

Y llega tal día ante el cual sopesas el porqué de no haber dado mayor importancia  al sonido que emiten tus cuerdas vocales, a aquello que puedes conseguir pronunciando con sumo cuidado palabras que emanan de lo más hondo de tu ser y que, por el recorrido que han de hacer, causan estragos allá por donde pasan y allá por donde culminan, sin que esto obstaculice el mensaje que deseas proyectar a no ser que… 

Ese es el día en el que esa proyección diariamente rutinaria ya no es posible, en el que los silencios ensordecen porque están conformados por una continuidad pesarosa que emerge de ti mismo, de la imposibilidad de emitir sonido alguno procedente de ti mismo. No estás solo, pero te sientes solo ante un sinfín de sonidos que enriquecen tu visión del mundo, preguntándote ¿qué tan rico puedo yo sentirme si mi usual manera de comunicarme es irrealizable? No es pregunta baladí para la cual sí podría haber muchas respuestas fatuas, jactanciosas… que no entendiesen la verdadera inquietud de la pregunta en cuestión. 

Llegados a este punto, huelga decir que de lo más valioso que podemos cuidar es precisamente aquello en lo que no recaemos hasta que no lo tenemos. Comunicar y comunicarnos es parte del sentido de la vida para poder transmitir al mundo cómo me siento, cómo pienso… cómo, al fin y al cabo, respiro. Porque… qué es respirar si no es incorporar dentro de mí aquello que va a darme la posibilidad de seguir viviendo y sacar de mí aquello que ya no me sirve a tal efecto, siendo esto lo inverso al acto de comunicar y comunicarnos al incorporar en mí conocimiento del otro y sacar de mí aquello que si queda dentro puede llegar a hacerme trizas. Respirar y comunicar, actos esenciales para la vida misma, distintas morfologías, con misma función. 

Este es el rango de importancia y de gravedad que es importante que le demos, no cuando la perdamos, sino cuando dispongamos de esta herramienta nuestra tan valiosa, tan potente y tan llena de energía vital como es nuestra VOZ. Estas palabras que se deslizan suavemente mientras acaricio las finas teclas de mi teclado, no pueden ser emitidas de otra forma, así que mi pregunta va para ti que has llegado hasta este punto de mi disertación: ¿te has preguntado alguna vez por qué dejamos de expresar con palabras cuando tenemos (aquellos que por fortuna tenemos) la intacta capacidad de hacerlo? ¿alguna vez te ha surgido la duda de por qué decidimos dejar de comunicarnos aludiendo muchas veces a la inutilidad de hacerlo, como justificación banal para dicha decisión nada banal? Podemos defendernos racionalizando ambas preguntas, lo cual nos llevaría a unas razones que no serían las reales, pero sí las que somos capaces de sostener por no aceptar las que no somos capaces de enfrentar. 

Y, así y todo, la vida sigue, capando la posibilidad de ser escuchado, de ser comprendido y validado. Muchas veces, por decisión propia con razones dudosas, otras veces por continuar cual autómata ante una realidad que pesa un quintal y, en la gran mayoría de los casos a mi juicio, por no confrontar y afrontar todo el dolor que llevamos dentro que termina siendo corroído por la desidia del ‘querer’ y no atrevernos con el ‘poder’.  

“Cuando la voz se calla (o se rompe)” resultó en un escrito motivado por no disponer del medio principal, mi VOZ, para poder hablar al mundo. Espero que estas líneas hagan reflexionar sobre la importancia de alzar nuestra VOZ ante todo lo que deseemos expresar y no dejemos de hacerlo mientras tengamos esta valiosa capacidad.